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Archive for noviembre 2010

Por: Antonio Peña Jumpa

Las obras públicas son los medios cómo se desarrolla un país físicamente. Son la “cara” de un país que muestra como su población puede vivir cómodamente: obras públicas se traducen en servicios públicos que hacen que los ciudadanos desarrollen su vida individual o familiar sin contratiempos. Por ejemplo, la construcción de una carretera nos ayuda a individuos y colectivos a movilizarnos con mayor facilidad ahorrando tiempo y evitando gastos como el consumo de combustible y mantenimiento de nuestros vehículos. Otro ejemplo puede ser la construcción de un hospital, cuya puesta en funcionamiento con todos los servicios especializados de salud brinda a la población un nuevo acceso a servicios antes inexistentes.

 

Pero, ¿qué ocurre si la obra pública en lugar de producir beneficios produce daños proporcionalmente mayores? ¿Qué ocurres si la ejecución de obras públicas en ciudades como Lima, con una población de 10 millones de habitantes, produce un caos permanente con daños materiales y físicos en la salud de la población que superan los beneficios esperados de la obra pública en sí?

 

Es cierto que ciudades como Lima ya viven un “caos natural” producto de la falta de obras públicas y producto de las políticas del gobierno central que, desde varias décadas atrás, ha producido y sigue produciendo una migración masiva de población hacía la ciudad y, en los últimos años, afronta una compra masiva de vehículos nuevos y usados que congestionan y contaminan el medio ambiente. Frente a esta situación se entiende que son necesarias y urgentes las obras públicas en un plazo menor al que normalmente se aplicaría en su ejecución. Es más, dichas obras se vuelven más urgentes al encontrarse una autoridad en el límite de concluir su mandato o presionado por las próximas elecciones municipales o presidenciales.

 

Como deja entrever el mensaje político “las molestias pasan, las obras quedan”, se estima que cada obra pública producirá un cierto daño en la población circundante al lugar de realización de la obra (“molestias”). Pero dicho daño se desvanecerá una vez que dicha población disfrute diariamente de  la obra realizada (“la obra queda”). Los beneficios siempre son mayores en toda obra pública, caso contrario no se realizarían. Esta es la norma o ley económica fundamental implícita en toda obra pública.

 

Sin embargo, lo vivido en Lima en los últimos meses (setiembre y octubre de 2010) no demuestra esta ley fundamental. En primer lugar, la proliferación de obras públicas en calles, avenidas y centros urbanos producto de las elecciones municipales muestran el desorden de nuestras autoridades locales al no ponerse de acuerdo en una determinada agenda común o cronograma. A ello se suma la decisión del gobierno central de realizar obras urgentes como el tren eléctrico, hospitales, obras de saneamiento y fomento de viviendas privadas, entre otras. Con esto último el desorden de Lima se duplica, mostrándose la carencia de una autoridad nacional o local capaz de prevenir sus efectos, y coordinar el cronograma de esas obras públicas.

 

En segundo lugar, las obras públicas en ejecución carecen por lo general de señalizaciones, vías alternativas, personal capacitado que guíe o eduque a los peatones y conductores que normalmente hacen uso de los servicios circundantes al lugar de las indicadas obras públicas. Pero, es más, la obra pública pudo ser planificada y ejecutada arbitrariamente. No solo se deja de informar a la población vecina circundante, sino que no se tiene en cuenta los daños materiales (las pérdidas de negocios, por ejemplo) y los daños de salud (contaminación del ambiente, por ejemplo, con partículas de la obra) que directamente se pueden producir. La ejecución de mega obras o proyectos como los de habilitación de vías para el transporte público (el metropolitano o el tren eléctrico) producen el cierre de importante calles para el tránsito de personas y vehículos, y el movimiento de grandes proporciones de partículas de arena, fierro y cemento que afectan directamente a los ciudadanos vecinos a las obras.

 

En tercer lugar, no se prevé la capacidad logística del mismo Estado (llámese gobierno central, regional o local) para controlar y resolver los conflictos que se deriven de los daños directos e indirectos en la ejecución de la obra pública. No se cuenta con agentes policiales suficientes para guiar el tránsito de todas las esquinas peligrosas aparecidas con la ejecución de la obra pública, se carece de instancias extraordinarias a dónde recurrir para resolver en forma sencilla y rápida los conflictos o casos de accidentes de tránsito (atropellos y choques) productos de los desvíos y nuevas congestiones de tránsito, como también se carece del personal especializado que como representantes del Estado supervisen la obra no solo en su contenido (la obra en sí), sino en sus efectos directos e indirectos para prevenir los daños antes que lleguen a los conflictos.

 

En cuarto lugar, las obras públicas con las características antes descritas producen pobreza y una muerte silenciosa en la población que sufre sus efectos. El caos  y desorden que se prolonga por meses y años en la ciudad, produce en cada hora punta de congestión dos efectos trágicos conectados: uno, la pérdida de bienes o gastos en combustibles o reparaciones de vehículos en un tiempo adicional al normalmente perdido, y, dos, el aumento de enfermedades sedentarias por los gastos y el tiempo adicionalmente perdidos. Si a las dos horas normales de pérdidas por transporte que tenemos en una metrópoli como Lima sumamos una hora más (media hora de ida y media hora de vuelta) por los efectos de las obras públicas, el resultado no es solo el de mayor dependencia económica en combustibles y gastos de reparación de vehículos que conducen a una mayor pobreza de los ciudadanos, sino se suma un resultado de daños a la salud que consisten en mayor acumulación de grasa en el cuerpo, más enojos, más desesperación y más líos en el lugar de la obra (por buscar salir en la ruta más rápido) o en el centro laboral (por evitar descuentos por una tardanza involuntaria, por ejemplo), que a su vez se traducen en enfermedades estomacales, diabetes, enfermedades coronarias, entre otros.

 

Al final, el conjunto de estos efectos directos e indirectos de las obras públicas en ciudades como Lima, nos lleva a una reflexión cuantitativa: ¿Qué tanto beneficio produce el conjunto de las obras públicas que se realizan en forma desordenada en Lima? ¿Cuál es el costo de su realización frente al costo de los daños directos e indirectos que toca vivir a la población circundante a la obra pública y a quienes desde otros lugares igualmente sufre sus efectos? Los accidentes de tránsito son solo una pequeña muestra de los costos en daños producidos por el desorden en la construcción de las obras públicas. Lo más lamentable es el daño en la salud de los millones de habitantes cuyo costo es incalculable, y es lo que nos lleva a sustentar la existencia de un desastre humano urbano. Por ejemplo, media hora de espera en el auto o en el ómnibus puede significar el aumento de daños al hígado, el páncreas, el estómago, el sistema circulatorio, u  de otros órganos.

 

Cual fuere nuestra apreciación sobre el balance de beneficios de las obras públicas y los daños públicos que produce su ejecución, nadie dudará que nuestras autoridades deben realizar medidas urgentes para prevenir mayores daños: ser conscientes de la vulnerabilidad en salud pública, por ejemplo, o prevean una planificación ordenada y coordinada para la realización de la obra. Solo esta coordinación puede conducir a que se reduzcan notoriamente los daños públicos directo e indirecto que hoy vivimos.

 

 

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