Antonio Peña Jumpa[1]
Lima, 7:45 am, en cualquiera de sus distritos, es difícil, por no decir imposible, transitar con vehículo. No se avanza ni se retrocede. Todas y todos los habitantes de Lima coincidimos a esa hora en transitar hacía nuestras actividades del día: unos a la escuela o a dejar a nuestros hijos en la escuela, otros al gimnasio o a cumplir con un trabajo independiente o hacía nuestros centros de labores. Todas y todos tenemos el derecho a desplazarnos en la gran ciudad y, entonces, conformar la “hora punta” de la congestión. Pasado 45 minutos o una hora suponemos que la congestión comienza a reducirse. Nuestros ancianos y niños menores pueden desplazarse con mayor tranquilidad. Pero, qué ocurre si esa congestión no se reduce, qué ocurre si la “hora punta” de congestión en el tránsito limeño no tiene cuándo concluir por problemas de infraestructura o de ausencia del personal especializado en el tránsito y el transporte, o por la realización de una obra de envergadura que altera el sentido del tránsito, o por culpa de los propios conductores de la capital que carecemos de reglas y principios.
Tres ejemplos de errores, cuya subsanación no es costosa, pueden ayudar a comprender el problema y a buscar una solución inmediata. El primer ejemplo corresponde a los semáforos. Se han renovado semáforos en todos los distritos, pero no se ha establecido una coordinación en el funcionamiento de los mismos. Es absurdo encontrarnos con semáforos en cada cuadra de una avenida principal con luces programadas en forma desigual o contradictoria: cruzamos una cuadra en verde, y a la siguiente encontramos el semáforo en rojo. ¿No existe personal especializado para la regulación permanente de estos semáforos? A veces los semáforos comprometen más de un distrito, pero ¿no es posible la coordinación entre autoridades municipales distritales para regular el mejor funcionamiento de dichos semáforos? La demora de una cuadra a otra, es la demora de 1 a 2 minutos que multiplicado por vehículo se traduce en la prolongación de la “hora punta”.
El segundo ejemplo corresponde a las grandes obras de envergadura que se realizan en la ciudad: la instalación del servicio de gas, la reparación de una vía o veredas, la construcción de un gran edificio, o la renovación de avenidas grandes como el Circuito de Playas de la Costa Verde. Lo normal es que debamos encontrar nuevos semáforos o señales o, un agente policial que facilite el tránsito en esta situación excepcional. Pero, lo normal se torna anormal en muchos momentos. Un caso lo grafica: la congestión incontrolable en la frontera distrital de San Isidro y Miraflores, específicamente en su avenida Augusto Pérez Araníbar (Ex Av. Del Ejército), como consecuencia de reparaciones en el Circuito de Playas. Al facilitarse el acceso único de los vehículos desde el Circuito de Playas por esa parte de la Av. Pérez Araníbar (subida Costanera) se hace indispensable contar con uno o dos agentes de tránsito que faciliten el desplazamiento de vehículos de norte a sur de dicha avenida, y desde el Circuito de Playas hacía el norte y sur de la misma Av. Pérez Araníbar. Pero lamentablemente, a las 8:55 am del día 27 de mayo de 2013, como en otras ocasiones, no contamos con esos agentes. A una cuadra, y a dos cuadras más delante de la Av. Pérez Araníbar se podía encontrar agentes mujeres y miembros del Serenazgo de San Isidro, pero en la parte del cruce no había ningún agente policial. ¿No les importamos a las autoridades policiales o a las autoridades municipales de ambos distritos o de la provincia? El caos generado por la falta de un solo agente de tránsito en el caso revelado produce el atraso de 20 a 30 minutos por vehículo sobre la congestión antes comentada.
El tercer ejemplo, está relacionado con nuestra propia actitud al conducir. Cuando tomamos nuestro vehículo, sea auto u ómnibus, incluyendo las combis y los taxistas, no reparamos que tenemos un arma peligrosa que tiene límites: nos creemos la autoridad en la pista, sin respetar al otro. Si se trata de hacer valer “nuestro derecho de conducción” con prioridad al de los otros en una calle determinada, no dudamos en enfrentarnos con otro conductor sometiéndolo a “nuestro derecho”. Si a ello se suma la congestión por una obra de envergadura, o el desvío del tránsito por alguna actividad temporal, no dudamos en sacar provecho de la situación o en buscar sentirnos menos afectados por la misma situación. Si una parte de la pista limita más el tránsito de vehículos, es imposible pensar que la otra parte menos afectada dejará libre por momentos a su contraparte, con el fin que ambos sacrifiquemos parte de “nuestro mejor derecho” por esa limitación del tránsito. “Es tu problema, no el mío”, parece decir cada conductor. En tal situación, si no hay autoridad o agente de tránsito, cada uno hace lo que le parece contribuyendo a la congestión de esa calle y, con ello, de toda la ciudad. No existe una ética del conductor.
Pero el problema no es solo atraso en el tiempo por la congestión generada en los tres ejemplos mencionados. El problema se materializa en efectos múltiples con graves daños materiales y físicos en nuestra sociedad y en las personas. Así, se genera un mayor consumo de combustible, los vehículos se desgastan más en las marchas y contramarchas, los conductores y pasajeros en general deterioran más su salud en la desesperación, y se produce un efecto general negativo con el aumento de los costos de traslado y la mayor contaminación del ambiente. Ello significa, al final, mayor pobreza urbana y humana.
¿Es difícil remediar los tres ejemplos formulados? Los dos primeros, dependen de la gestión de nuestras autoridades. Son evidentemente sencillos. En caso no se solucionen, se estaría incurriendo en faltas graves o hasta delitos si analizamos el artículo 377 del Código Penal cuando se sanciona la omisión o demora de actos funcionales de nuestras autoridades. Pero, el tercer ejemplo, sí es muy difícil de remediar. Depende de nuestra formación humana, de la educación que compartimos con nuestros hermanos o hermanas en casa o compañeros o colegas en clases o el centro laboral; depende de cuán grande es la internalización de una ética al conducir. Sin embargo, el problema no solo se resume a nosotros, sino al sistema del transporte en general. ¿Por qué no priorizamos el transporte público? ¿Por qué no dejamos de adquirir vehículos individuales y optamos por la realización u apoyo de las obras de transporte masivo? Esto último no solo depende de nuestras autoridades, sino de nosotros mismos. El solo hecho de limitar nuestro “mejor derecho” o nuestra comodidad individual prefiriendo una solución colectiva en el transporte, es un gran paso para prever el desastre que sí puede evitarse en Lima.
Lima, 27 y 28 de mayo de 2013.
[1] Profesor principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Abogado, Master en Ciencias Sociales y PhD in Laws.