Por: Antonio Peña Jumpa
En medio de la calle de la quinta cuadra del Jirón Comercio, en Pisco-Pueblo, una señora (de condición civil separada) acompañada de tres menores hijos vive en una carpa deteriorada y frágil por el paso del tiempo. Se trata de la Sra. Flor R.M., quien después del terremoto del 15 de agosto del 2007 no encontró mejor alternativa que permanecer en la calle, bajo la oscuridad y soledad de aquella carpa gestionada por la organización barrial circunstancial a pocas semanas del desastre.
Si el caso de la Sra. Flor fuere un caso aislado, los reclamos y protesta de la población del sur contra las autoridades centrales, regionales y locales, a dos años del sismo, no serían legítimas. Al igual que la Sra. Flor existen miles de personas que aún viven en carpas o módulos de madera ubicados en los terrenos donde anteriormente se encontraban sus viviendas. Tras un desastre las carpas son un instrumento de auxilio por 3 o máximo 6 meses, en tanto los módulos de madera lo pueden ser por un año; el transcurso de dos años bajo tales condiciones explica la gravedad del problema. Pero al problema de la vivienda se suman también los problemas relacionados a los servicios básicos: no se terminan de reconstruir las escuelas ni los hospitales, no se culminan las obras de agua y alcantarillado, tampoco la comisaría, cementerios u otras instituciones públicas, y en algunos casos ni siquiera se han iniciado tales obras.
¿Por qué tanta lentitud o ineficiencia? Si el Estado cuenta con recursos económicos y, además, ha recibido el apoyo de la cooperación internacional ¿Qué es lo que atrasa el proceso de reconstrucción de las ciudades y pueblos afectados tras el terremoto como Cañete, Chincha, Ica, Yauyos, Castrovirreyna, Huaytará y Pisco? Una palabra, creemos, sintetiza esta ineficiencia: Desorganización.
Ocurrido el terremoto, dos años atrás, no hubo organización de las autoridades centrales, regionales ni locales –salvo excepciones-, y tampoco de la mayoría de la población damnificada. La organización fue, y sigue siendo, la principal arma para enfrentar el desastre, pero las autoridades no lo entendieron así.
A nivel institucional, la desorganización se apreció en el conflicto persistente del gobierno central con los gobiernos regionales y locales. Las autoridades confundieron el contenido trágico y penoso del desastre –y lo siguen confundiendo aún-, con la ocasión política para capturar votos de la población nacional y local consternada, y muchos de ellos vieron incluso la ocasión de beneficiarse económicamente con las obras que se ejecutarían. Se crearon o facilitaron instituciones centralizadas e ineficientes como el FORSUR y se elaboraron y promulgaron proyectos y normas, respectivamente, ineficaces como el Bono-6000.
A nivel social, la desorganización se apreció en la falta de participación del regojo de escombros y la inequidad en la distribución de alimentos, carpas, módulos de viviendas para con los más vulnerables, como el caso de la Sra. Flor. Pero esta desorganización también se vio – y se sigue viendo aún- en la falta de una sólida acción colectiva que fiscalice, cuestione y efectivice reclamos y destituciones de los funcionarios o autoridades por sus malas gestiones. Asimismo, la actividad empresarial privada vinculada a la reconstrucción careció de un criterio de solidaridad ante los efectos del desastre: vio la oportunidad de lucrar o beneficiarse ante la gran demanda de materiales o instrumentos para la reconstrucción, y muchos de sus empresarios no dudaron en aliarse a políticos y damnificados desesperados para que estos últimos transformen sus bonos de reconstrucción de vivienda en dinero, un artefacto eléctrico u otro tipo de mercancía.
A dos años del terremoto la desorganización institucional y social continúa vigente. El Presidente de la República y su ministro de vivienda acusan a las autoridades locales y regionales de ineptitud, y estas últimas hacen lo mismo contra las primeras. La población damnificada se ha resignado a la ineficiente gestión de sus autoridades con poca esperanza de una mejoría colectiva, olvidando que el poder político y los recursos del Estado son al final también de ellos. Ciudades como Pisco carecen aún de un catastro urbano, a pesar de su urgente necesidad tras el terremoto, y están limitados por un alto porcentaje de viviendas sin saneamiento legal o bajo poseedores que no son propietarios, los que impedirían el diseño y ejecución de eficientes y eficaces obras de reconstrucción.
Si la falta de organización institucional y social es el problema principal ¿Por qué no iniciar la resolución de este problema? ¿Por qué no promover la coordinación desinteresada de los diversos gobiernos del Estado y la participación dinámica, en aportes y fiscalización, de parte de la población damnificada? El caso de la Sra. Flor, como el de cientos de otras madres, ancianos y niños damnificados, es emblemático para que autoridades y población organizada trabajen coordinadamente para superarlo. Lo triste y lamentable es creer que tengamos que esperar el desenlace de otro movimiento social como el ocurrido en Bagua dos meses atrás para reflexionar y actuar.
(Lima, 14 y 16 de Agosto 2009)
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